Milonga

 

Ella ya era admirada y temida por el mundo entero, cuando él empezó a hacerse una fama similar, pero en distintas áreas, cada uno por lo suyo.

Por su vasta experiencia, ella sabía que estaban destinados a tener una historia intensa, dramática, conflictiva: desde la juventud, el pibe no pudo evitar la atracción, el vértigo que le producía jugar al límite, que lo succionaba como recién nacido al pecho de su madre. Por eso, cuando ella lo vio de la mano con su noviecita del barrio no dijo nada. Ni se inmutó. Decidió esperar.

Aunque él empezó de joven con el histeriqueo, ella no le dio bola: de niño la reconoció en el barrio, pero en ese entonces, al encontrarla en las esquinas, él la esquivó, casi huyendo, con el miedo que infunde ver la experiencia a los ojos. Las cosas cambiaron cuando el tipo se mudó al otro lado del charco y fue ganando gloria y fama: fue él quien la buscó, con la omnipotencia que otorga la juventud, él podía con todos, contra todo, nadie le decía que no; pero ella no cayó en el jueguito. Le dio tiempo y espacio para que él tuviera todas las aventuras posibles.

Siguió esperando y haciendo de las suyas —ella tenía más experiencia que Cleopatra—, mientras él jugaba a ser dios, aunque practicaba justicia terrenal, defendía a los pobres y se enfrentaba a los poderosos; valiente como pocos, violento como muchos, vulnerable como todos. Y de vez en cuando, ella aparecía en las noches, como para que la tensión no se desvaneciera, para que él no la olvidara. Él, por primera vez, se animó a mirarla de frente: premonitoriamente supo que sus destinos quedarían anudados como con ninguna otra, aunque sería la única que no le daría descendencia. Entretanto, ella pensaba cómo hacer para que no se le escapara; lo siguió atentamente, total, con lo famoso que era, nadie prestaría atención a una seguidora más: quería conocer sus movimientos, sus debilidades, su destreza y así dar el batacazo.

Ya de adulto, él hizo aproximaciones más serias: la visitó varias veces en el hospital, donde trabajaba con frecuencia, aunque también hacía visitas a domicilio. Pero esa vez ella tampoco le dijo que sí: sabía lo seductor que era el tipo, por más encarador que fuera, también era el mejor gambeteador: parecía que quería, pero después te dejaba pagando… a otras ya les había pasado, desde modelos a futbolistas. Igual lo dejó acercarse cerca bien cerca, hasta la nariz, y, aunque fueron varias veces, lo plantó. Todavía no, no quería ser una más en su lista.

Sabía que, absorbente como ninguna, todo el mundo iba a reprobar su relación con él, nadie los quería ver juntos. Por eso también esperó algunos años más. Ella tenía mala fama, por ser vieja y arbitraria, y él ya era admirado por el mundo, aunque también tenía los más fervorosos enemigos. Esos sí eran los únicos que querían verlos juntos. Aunque con los años, primero el padre y luego la madre del ídolo aprobarían la relación.

Esperó que él se cansara de viajar tanto de acá para allá, de muchas noches, rebeldía, mujeres, éxito, descontrol… y él la fue llamando en voz baja, con aplomo y sin prisa. Astuta, entonces sí, ella se fue acercando de a poco, lo fue rodeando con su presencia, tanteándolo para que no se asustara y saliera corriendo para otro lado.

Él cumplió sesenta y, titubeante, volvió a buscarla en el hospital. Ella no estaba, pero se cruzaron en la puerta mientras él salía rodeado de cámaras y, de reojo, detrás de la falsa sonrisa, lo vio exhausto. Lo siguió hasta su nueva e improvisada casa.

Su momento se acercaba. Lo dejó dormir y aprovechó la solitaria desprotección para encararlo.

Él ya no pudo gambetearla y ella lo convirtió en el último D10S pagano.

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