La instigadora
Matalo, matalo, matalo, le repite la voz. No quiere hacerlo, ni siquiera sabe cómo lo hizo, pero no pudo resistir a la voz: fue más fuerte que él. Lo peor es que sintió placer al hacerlo: su primer crimen, no premeditado, claro, aunque el problema es cómo lo demostraba, había varios indicios de meticulosidad.
De ahí en adelante, la
voz le siguió diciendo otras cosas, lo incitó a cometer otros delitos: torturas,
descuartizamientos, actos caníbales. Todo lo hizo por placer y decisión propia
y no le fue nada mal: todavía hoy camina por la calle con impunidad.
Un día alguien vio su
talento y le propuso ser su socia. Se convirtió en mercenario.
Nunca olvida la frase que lo llevó hasta
ahí y cambió su destino para siempre:
—Me gustan tus crímenes —le dijo la editora.
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