Ola II
La niña baja caminando de la montaña, atraviesa la larga llanura hasta que, de frente, el mar le llena la mirada. Comparten la algarabía del juego con el desparpajo de las inocencias que se reconocen. Cuando el verano empieza a dar lugar al otoño, los ojos de la niña, al despedirse, le devuelven el agua salada a su amigo. Un par de temporadas después, la adolescente vuelve a bajar de la montaña, en moto, para llegar lo antes posible: en el abrazo de reencuentro el cielo despejado y el sol resplandeciente también se abrazan. Esa fusión de agua dulce y salada dura unas semanas. Hasta que el otoño vuelve a separar el río del mar. Ya de adulta, ella se queda en la montaña. El mar la espera. Un año, tres, siete. Hasta que dice ‘basta’: insufla sus olas, una y otra vez, hasta que la pasión por verla toca el pie de la montaña.
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