Seaducción
Ayer me encontré con el mar después de mucho tiempo. Improvisé de almohada la mochila y apoyé la cabeza para mirarlo como si fuera la primera vez. La marea baja me tocó el pie como dándome una cariñosa bienvenida. Me pareció un gesto tierno de su parte.
—Yo también te extrañé —le dije.
Nadie me escuchó porque la playa era nuestra, exclusivo lujo vernos esta vez casi a solas; nada tenía que ver la multitud de aquel último verano, ahora nos reencontrábamos bajo el sol de inicios de septiembre.
Su fuerza imponente se repartía entre los tres o cuatro que le posábamos los ojos. No supe si a propósito o no, repitió la caricia en mis dedos con la ola siguiente. Lo miré fijamente para dilucidar si era conmigo, si me quería decir algo.
—¿Acaso es posible tanto amor? —pregunté al aire. Lo privé de su encanto más evidente al apartar la mirada y cerrar los ojos. Quise ponerlo a prueba, ¿sería capaz de sorprenderme sin su belleza visual hipnotizante? No sabré si lo supo o lo intuyó, pero empezó a jugar en mi oído.
Y sin saber cómo me fui dejando llevar por su cadencia, firme, segura y tenaz. Mirame, mirame, mirame, creí escuchar. Noté algo distinto, lo sentí provocador. Y la marea empezó a subir.
No abrí los ojos, pero la ternura de la primera impresión fue mutando al sentir cómo la brisa juguetona de espuma fresca rozaba lentamente con suavidad mi hombro derecho. Simulando descaro, me salpicó con unas gotitas el lóbulo de la oreja.
Tragué saliva, aún sin abrir los ojos, con la certeza de que me estaba buscando. Ese mar no era el mismo que yo conocía. Me quedé en silencio y respiré profundo dejando que su aroma me llenara la nariz y su sudor salado, la boca. Entró con cuidado como llovizna y, ante su sutileza, sostuve la respiración un instante. Me agité un poco y me mojé, nunca me habían seducido así. Y encima “el muy turro” jugueteó con el viento en mi cuello.
Quise más, pero no pronuncié palabra ni caí en la tentación de volver a mirarlo. Me leyó el pensamiento o me escuchó la respiración y empezó con movimientos rítmicos lentos, pero con intensidad: subía por entre mis piernas y despacio bajaba. Una de las olas llegó más profundo y me lamió como a helado en cucurucho: con la puntita de abajo hacia arriba y succionando levemente al final. Me estremecí. Otra ola, con más intensidad y presión, y una tercera más larga. Volví a tomar aire cuando me soltó y suspiré a punto de llegar. Abrí más y con un toque sutil de espuma se me entrecortó el aire.
Acabé dentro de él. Después me acurruqué y me quedé dormida escuchándolo roncar bajito.
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