Infumable
Distraído, la primera pitada casi pasó desapercibida. Un acercamiento torpe como movimiento adolescente. De todos modos, algo cambió. Aunque las primeras veces su sabor me resultó extraño, me dejé llevar sin que me importara la tos que me apartaba celosamente, como resguardándose ante mi presencia.
No mucho tiempo después, aprendí a no sobresaltarlo. Nos empezamos a frecuentar y supe cómo abrirme con sutileza. Pero no éramos más que recién conocidos.
Hasta aquella vez. Sentí —no puedo olvidar aquel día— penetrarlo, llenar ese hueco que nadie había al canzado, que muchos habían visto de reojo, pero nadie había colmado. Y me supe suyo. Tener esa sensación no dejaba lugar a dudas: llenarlo detenía el ruido interno, me calmaba. Lograba agarrarme a un lugar seguro. O así lo sentí al principio.
Desde entonces, conocí cada fiesta, cada crisis, cada alegría y cada llanto con él. Supe llegar a lugares inaccesibles para todos; sin necesidad de desnudarlo, tocando su boca y su garganta, conocí sus contradicciones y miedos. Su cuerpo ya no me era extraño y al mío lo fue sintiendo como una extensión. Pitada a pitada, construimos una intimidad que no había tenido con nadie; a cambio, nos fuimos convirtiendo imperceptiblemente. Él se estaba endureciendo, resecando, y yo me fui mimetizando a su imagen y semejanza. Sin saberlo, mutamos. ¿Acaso nos estábamos fusionando?, me pregunté en un momento. Pero no supe qué responderme.
Solo sé que se volvió omnipresente en mi vida. No pude estar más sin él. Su cuerpo me abarcó y ya no tuve lugar propio. No podía desprenderme de ese hombre, no porque no quisiera, sino porque estaba agarrado a mi ser. Tanto daño me causó, que me juré terminar. Acepté que siempre me iba a pedir más y que nunca iba a lograr satisfacerlo. Tras su última pitada (aunque él no llegó a saber que fue la última), me dejé caer de su mano para no volver más.
Comentarios
Publicar un comentario